3 de mai. de 2016

Uma ode ao ñanduti, a renda de trama radial símbolo do Paraguai.



El periodista Sebastián Hacher se entregó al ñandutí, el tejido de Paraguay. El hobbie se transformó en una crónica sobre esta tradición que va pasando de una generación a otra, sobre el mundo de las tejedoras, el matriarcado, y sobre lo que provoca trabajar con hilos y darle formas.



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Soy un hombre que teje.  Tres meses atrás me despidieron del trabajo y la rutina se volvió sencilla: a la mañana hago un poco de ejercicio, preparo mate y le dedico tiempo a mis proyectos. Por la tarde arreglo el jardín, cocino, contesto mails, leo. Y en el medio, tejo. No cualquier tejido: me entregué al ñandutí, el emblema de los paraguayos.   Al principio me tomaba el tejido como un hobbie extraño, pasajero. No logro recordar el momento exacto en el que las demás actividades se volvieron tan secundarias, aburridas.   Solo sé una cosa y la repito como un mantra, como un manifiesto: soy un hombre que teje.   Decirlo no es poca cosa.

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 El colectivo urbano que tomo en Iguazú me deja a unos metros después de la frontera.  Son las siete de la mañana y estoy dormido. Me tienta avanzar sin trámites: ya estoy del otro lado, en territorio paraguayo, y a nadie parece preocuparle. Me tienta seguir camino, ser un ilegal. Pero para qué correr riesgos: retrocedo dos casilleros hasta el puesto de Migraciones.   -Buen día – le digo al policía que me atiende.   -¿Para dónde va?   -A Itauguá.   -¿Qué va a hacer ahí?   -Aprender a tejer Ñandutí.   El policía sonríe y consulta su computadora. Malas noticias: la última vez que visité el país olvidaron cargar mis datos a la salida.  La multa son 200.000 guaraníes, unos 40 dólares.   -Lo vamos ayudar- dice el policía.   El regateo es corto: diez dólares menos, sin recibo ni preguntas.   -Bienvenido–dice mientras guarda el billete en el bolsillo- Que le vaya bonito.

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 En Itauguá, la capital del ñandutí, Blanca Quiñonez fue mi maestra durante una semana entera. Ella me enseñó cada uno de los puntos que aprendí. Blanca es una mujer enamorada del tejido, casada con él como antes lo estuvo con la docencia. Cuando termina de tejer una pieza, la mira, sonríe y  la acaricia como a un gato dormido.   -Quedó guapo –dice, y le da una palmadita.   Ñandutí significa blanco de araña. El nombre es un homenaje a la Epeira Socialis, que vive en grupos en los árboles de Itauguá y que teje unas telas tan grandes como fuertes.   Y el nombre es también una metáfora que en mano de poetas, periodistas y antropólogos estira sus significados hasta adentrarse en la cursilería: parece imposible escribir sobre el encaje sin hundirse en el pozo de los adjetivos.   Un ejemplo: el primer punto que aprendo con Blanca es el tacurú: en idioma guaraní significa termitero, una pequeña de montaña de tierra construida por las hormigas más voraces del barrio. Josefina Pla, una de las poetas que estudio el tema, escribió que “El ñandutí es la geografía-laberinto de la perfecta soledad” y que sus motivos representan “un mundo no sólo limitado, sino desolado”. Cuando habla del tacurú, dice que “señalan la tierra inculta donde el arado no puede penetrar” y que es “el símbolo de la desesperanza”.   La leo y a pesar de que me simpatiza -ella es una poeta hermosa- creo que quienes escribimos sobre el tejido somos como hechiceros de feria tratando de leer el libro mudo del Tarot: fascinados con la posibilidad del relato, nos olvidamos de pensar por formas. De haber tejido, seguro Pla jamás hubiese escrito algo así sobre el tacurú, el primer ñandutí que termino y al que Blanca le sonríe con una ternura infinita.   Con ella empiezo a entender que a veces hay que desprenderse de las palabras: todo lo que pueda decirse del tejido no alcanza. Durante los primeros días casi no hablamos. Tengo que escribir sobre el tema, pero me cansa la sola idea de entrevistarla. Temo arruinar el momento, e intuyo que lo que hagamos con las manos es más importante que cualquier otra cosa. Nos sentamos frente a frente, cada uno con su bastidor y tejemos.   Para empezar, Blanca arma una urdimbre circular, con rayos que se cruzan en el centro. La cose sobre un paño tensado en un bastidor levantando y bajando la mano unas doscientas veces. Y desde el centro de esa rueda de bicicleta hecha de hilo, vuelve hacia los bordes dibujando la trama. Hay 170 modelos distintos: en la jerga se llaman dechados.   Cada uno tiene su nombre en guaraní y representa un elemento del campo paraguayo, desde la pisada de una vaca hasta la cúpula de la iglesia del pueblo. Está el asaparé, que representa el guayabo con sus hojas y sus brotes, el aguara ruguái, la cola de zorro, y sigue la lista: la red está llena de catálogos que intentan recopilar dechados.   Muy pocas tejedoras aprenden a hacerlos todos. Blanca es una de las privilegiadas. No los sabe todos de memoria, pero si ve el dibujo o la foto de uno puede reproducirlo de manera exacta.   -Lo importante –dice – es aprender unos diez. Luego mirás los modelos y dejás que la imaginación te ayude.



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Tres meses antes de viajar a Paraguay tomé clases en Buenos Aires. Mi profesora,  Dina Mereles, parecía ser la única que enseñaba ñandutí en todo el país. Tardé dos meses en encontrarla: vive en Rafael Castillo, a ochenta kilómetros de mi casa.   Es una mujer bajita, de unos sesenta años, el rostro encerado. Antes daba clases en un local de Palermo, pero desde que sufrió un ACV apenas sale. Se presenta como profesora de danzas, de idiomas y cocinera internacional.   -Tengo 79 alumnos: usted es el número 80 – dijo la primera vez que fui a verla.   Acordamos tener un encuentro semanal. En esa primera clase me vendió una aguja, un bastidor y tres rollos de hilo.   -Nada de esto se consigue. –dijo- Por eso son caros.   Lo tomé como un impuesto al turista del tejido.   Con Dina no aprendí dechados. Su ñandutí es distinto al que luego vería en Paraguay: el suyo se expande hacia fuera, en ondas que rodean el círculo central, como lenguas o petálos de una flor. Mientras más ondas tenga un tejido, más le gusta. Cuando le pregunto por ese diferencia con el ñandutí de Itauguá, ella se ríe.   -El ñandutí que hago yo  es de lo más antiguos-dice-. Viene de la época de los héroes de Mayo,  de mis tatarabuelos.   Trabajamos con una aguja enorme y con algunos puntos que inventó ella misma. En las clases hablamos de su relación con el peronismo, de cómo era el barrio antes, de lo mucho que la quieren sus alumnos. Nos sentamos frente al televisor. Yo tejo sobre la mesa, ella ceba tereré y al lado su marido mira siempre el mismo programa: Combate, que mezcla destreza física con una dinámica tipo Gran Hermano. Sé cuando las clases están por terminar porque empieza el noticiero. Hasta que conocí a Dina, llevaba décadas sin mirar uno.   Cada vez que voy me sirven sopa paraguaya, un bizcocho salado con casi el doble de calorías que un bife de chorizo. A Dina le encanta que lo coma: lo vive como una victoria cultural. Para festejarlo aparece, una tarde Dina con una camisa con ñandutí bordado, me pidió que me la probara junto a un sombrero y bailamos polka en el living de su casa, mientras el marido tomaba fotos y se reía a carcajadas.   A veces, para mostrarme uno de los puntos que ella inventó, Dina se para y ensaya un paso de baile. -El hilo pasa por acá -dice- como si fueras a meter tu pierna entre las de la bailarina.   Cuando baila -cuando extiende los brazos al costado con las manos hacia abajo y avanza de forma ceremonial- cierra los ojos y levanta el mentón. Como si el baile la llevara a un lugar distinto o estuviese recibiendo la ovación de un público imaginario.   ¿Qué hay que conservar y reinventar cuando se es inmigrante, cuando tiene que empezar de cero en un país distinto? Si el ñandutí de Dina huye hacia los bordes, hacia otro lugar, es porque ella misma tuvo que hacerlo. La obligación del inmigrante es recordar el idioma viejo -uno hecho de palabras en guaraní, pero también de hilos- y llenar los espacios vacíos que deja el destierro con palabras y puntadas nuevas. Y si en la Triple Frontera se habla jopará, esa mezcla de guaraní con portugués y español, ¿cómo se transforma ese idioma de mixtura a medida que nos alejamos del borde hacia uno de los tres territorios que se unen en la frontera?    El ñandutí de Dina nace de ese corrimiento. Si las indias guaraníes aprendieron -como creen tantos- el tejido en manos de los conquistadores y lo transformaron en algo nuevo, tan latino y mixturado como la cumbia, el tejido de Dina es el paso siguiente de ese mestizaje. Sus alumnos -sus 87 alumnos, suele decir ella- somos el ejército de avanzada de la transformación del ñandutí en una cosa nueva, impensada. Por más que seamos snobs, artistas, buscadores de laborterapia, tejedores en potencia o todo eso junto, servimos a su propósito. Dina trabaja como una verdadera artista que mastica el producto de los conquistadores de ayer y de hoy para transformarlo en algo propio. Sus tejidos made in Rafael Castillo se mueven en los circuitos palermitanos con la forma de un jeroglífico que dice: seguiremos inventando. El pueblo guaraní nunca se rinde. Además de todo, me divierto con Dina. Y siento una leve culpa al anunciarle que viajo a Paraguay: como esas historias donde el hijo traiciona al padre para irse a conocer el mundo y cumplir sus sueños.  Noto algo de incomodidad en su voz al recibir el anuncio, pero no dice nada. Dina es, ante todo, una mujer generosa.   -¡Traéme un mango!- grita cuando la llamo para despedirme, ya con un pie en el avión que me llevará hasta la frontera. 

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 Todo aquel que llega a Itauguá y quiere saber sobre el ñandutí, entrevista a Chiquita de Martínez. Es casi obligatorio. Andá a verla a ella, me dijo cada persona con la que hablé antes del viaje. Ahí vas a entender.   La busqué en Internet. Y es así, todos la entrevistan. No quise leer mucho: para mantener la salud, es recomendable estar alejado de las metáforas sobre arañas y tejedoras. Un rato antes de visitarla, mientras desayunaba en el hotel, me entretuve en Facebook. Encontré este video de Björk hablando del dinero y de la creación artística.     -No me preocupo mucho por el dinero, es muy aburrido. Pero tengo mucha suerte: trabajo con la misma gente desde los 16. Y tengo lo que en lenguaje común se llama: control artístico absoluto-, dijo.   Itauguá es de esos pueblos de campo que crecieron alrededor de la ruta. Tiene unos 60 mil habitantes y desde Asunción, si el tráfico no está bravo, se tarda una hora en llegar. Chiquita vive en una de las calles principales, a la vuelta del mercado.  Su casa es una de las más grandes de la cuadra. Tiene dos plantas. Abajo hay un living  amplio y fresco, lleno de adornos y muebles de época. Una casa de abuela.    Ella tiene 69 años y, por una ley antigua, hace treinta se jubiló como maestra. Desde entonces se dedicó al ñandutí: primero como pasatiempo-algo que hacía desde niña, luego como tejedora. Con los años se convirtió en la mujer que elevó el tejido a la categoría de arte.   -Lo que yo hago -dice- es rescatar dechados y convertirlos en cuadros.   En 2010  recorrió las afueras de Itauguá, rancho por rancho, para recuperar los dechados que estaban dispersos en la campaña. Estudió fotografía y los registró uno por uno. Algunos se los enseñaron las tejedoras viejas, otros los encontró en el museo del pueblo. Cuando terminó, había juntado un total de 170.   -Con todo lo que recopilamos, con una amiga escribimos un libro. Y después empecé a hacer cuadros. Lo dice y abre una carpeta que ocupa gran parte de la mesa. Adentro hay un paño negro con un ñantudí encima. Es de un hilo blanco muy fino, como de seda. Es la figura de una canasta llena de frutos redondos y de nudos apretados.   -En total -dice Chiquita- tiene 130 dechados. Tardé seis meses en armarlo. Se lo vendí a la embajada de Japón.   -¿A cuánto?   Chiquita hace cuentas:   -Al cambio de hoy, 350 dólares.   -¿Tan barato?   -Siempre es así – responde Chiquita.   Me muestra un saco -uno de los pocos que hay en el mundo: sale quinientos dólares, y llevó un año de trabajo.  Y otro cuadro con setenta dechados formando una especie de árbol: doscientos cincuenta dólares, cuatro meses.   -Lo hacemos entre medio de las tareas de la casa-explica Chiquita-. Es la artesanía más importante del Paraguay, pero nunca le dimos la importancia que merece.   -¿No probó de vender afuera?   -Uno de mis clientes es una marca de ropa argentina. Pero voy a dejarlos.   -¿Pagan poco?   -No, no es por eso. No me importa ganar mucho.   -¿Qué pasó?   -Me es difícil hacer cosas que no me inspiran. Los modelos que me mandan no van. Hay cosas que no podés hacer con ñandutí. Por ejemplo esos bichitos que tienen dientes, como de programas infantiles. ¡Hasta rostros de una santa me pide! Y ahí no se ve ningún detalle de ñandutí. No me gusta.   -Lo que a usted le gusta es tejer.   -Cuando me pongo a tejer no pienso en nada, me olvido de los dolores. Yo tengo artritis. En invierno mi mano se vuelve torpe, ya no es como antes. Con agua tibia las ablando y ahí voy avanzando de poco.   Todo lo que Chiquita no puede tejer por sí misma, lo resuelve dándole trabajo a otras tejedoras: -Gilda, mi tía, es de las mejores que conozco- dice-. Es una gran maestra. Por suerte me pude rodear de gente que trabaja muy bien.   La última frase me devuelve al desayuno. Rodeada de gente con talento. El dinero como accesorio. El absoluto control artístico como prioridad. Chiquita de Martínez es la Björk del ñantudí.



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 Quiero lograr círculos perfectos, con rayos iguales y puntos exactos. El filete es el que cuesta más: es un nudo que aislado parece fácil, pero que cuando hay que hacerlo en cadena se vuelve imposible.  El secreto está en la posición y la presión al cerrar cada nudo.  A veces creo que lo estoy haciendo bien, descubro un defecto y decido cambiar alguno de esos dos factores: posición o presión. En ese momento todo se derrumba y el tejido queda desparejo, como un círculo chocado.   Llegué a armar y desarmar una pieza diez veces seguidas.  Mi amigo Jota lo compara con la ceremonia del té de su novia japonesa: la búsqueda de una perfección sin más objetivo que lograrla. Una especie de meditación zen hecha con las manos. Entrar en el loop de la actividad y volver todo nuestro ser a vivir el momento.   Descubrí ese concepto y prometí que tejer ñandutí se volvería una herramienta de crecimiento espiritual. Cómo cultivar bonsái o hacer ikebana, pero a la paraguaya.   Esa búsqueda se derrrumbó cuando llegué a Paraguay. Ahí donde yo uso transportador y compás para medir la proporción del tejido, mis maestras paraguayas prefieren un vaso o lo que haya a mano. Donde yo me valgo de la regla, ellas miden con un piolín estirado o empujan un poco la urbimbre para que quede más o menos parejo.   El resultado final está siempre de su lado. Mi técnica obsesiva nunca podrá tener el aura de esas piezas relajadas, hechas con la maestría del que se volvió uno con la pieza.   Ese fue mi primer choque. Cuando lo tuve, recordé algo que dice el fotógrafo Marcos López: para sonar bien, los violines de la chacarera santiagueña siempre están un poco desafinados.   Algo de eso tiene el ñandutí.   Lo que necesito es educar mis manos para que desafinen con estilo. El regalo espiritual del tejido es encontrar mi propio ritmo más o menos desafinado.   ¿Voy a lograrlo algún día? Por momentos creo que sí: hay días que ensayo un punto nuevo y lo repito tantas veces que mi mano parece moverse sola. Entonces surge algún detalle -el hilo se acaba, suena el celular, descubro un error- y  vuelvo a la realidad un poco mareado, como si cayera desde una dimensión desconocida.   Esa sensación es contradictoria: deja un cosquilleo en el pecho, una leve nostalgia. Uno quisiera vivir siempre en ese estado. Pero claro, hay que pagar las cuentas.

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 Los chicos salen de la escuela a las 11:30. La oficina de la iglesia cierra 10:45.  Más tarde, calculo, sería una tortura: el calor del mediodía lo abomba todo. Imposible salir sin el termo de agua helada y la guampa para tomar tereré.   En la zona céntrica todavía sobrevive parte de la arquitectura colonial: calles con arcadas, paredes anchas, tejados. Hay jazmines enormes, cocoteros y hasta algunos floripondios. Es un verde tropical de tierra casi colorada.    La historia del pueblo es sencilla. Antes fue territorio guaraní: arroyos cristalinos, vegetación abundante, territorio caliente. Luego, misión: reducción indígena, trabajo reglamentado, chozas rodeando la capilla. La fundación oficial fue en 1729.   En los años 60, el pueblo tenía 12.000 habitantes y unas 2.500 tejedoras.  “Labran para ofrecer su obra al público, a las revendedoras y a las ‘patronas’ o mayoristas del pueblo”, dice una crónica de la época citada por Gustavo Gónzalez, el primer historiador del encaje.   En 1979, llegó a tener 48 casas de venta de ñandutí concentradas alrededor de la ruta que va hacia Ciudad del Este o Asunción.  En 2010, Chiquita de Martínez se tomó el trabajo de contarlas una vez más: solo quedaban 19, perdidas entre negocios de lubricantes, gomerías y accesorios para tunear autos o motos. Todos productos que una sensibilidad textil no sabría clasificar.   La mayoría de las tiendas son parecidas: vidrieras viejas, con muebles de madera y pilas de piezas de ñandutí hasta el techo: manteles y carpetas para poner sobre la mesa. En cada local hay uno o dos sillones de  plástico tejido.  En algunos, una mujer teje con la radio de fondo, tomando tereré o mirando hacia a la calle.   De todos los locales,  el que más me gusta es del de Teresita. Tiene perfume a mercería vieja, y además de tejidos vende hilos y ropa de ao’poí, la otra gran artesanía paraguaya. En el centro del local, inmune a todo lo que pasa a su alrededor, una mujer más antigua que ella teje. No me atrevo a mirar mucho, pero a simple vista se nota: en su bastidor hay varios dechados pequeños, hechos con hilo fino. Teresita, la dueña, es una mujer enjuta, de pelo corto y  anteojos pequeños plantados a la mitad de la nariz, que cada tanto amenazan con caerse. Le pregunto precios y me decido por una camisa de ao’poí. Es de una tela cruda, fresca, bordada a mano.    -¿Qué lo trajo a Paraguay?-, pregunta Teresita.   -Vine a aprender ñandutí.   Aprieta los labios, mueve la cabeza hacia un lado y otro.   -No va a poder -dice.   -Me tiene poca fe.   -Si no es itaugueño, aprende pero se olvida. Si es itaugueño, no se olvida.   Pienso hacer lo de siempre: sacar el celular, mostrar las fotos de mis primeros trabajos. Una forma de establecer un vínculo y de ganarme el respeto de la tejedora.   No llego a hacerlo. La mujer que teje se levanta. Camina hacia mí.   -¿Ya pagó?- pregunta.   Me apunta con una tijera.   -¿Me va a atacar? -digo.   -¿Ya pagó? – repite   -Ya le pago, no se enoje.     La mujer me ignora. Sigue de largo con la tijera: le apunta a la nada.   -Es mi hermana -dice Teresita-.  Está enferma. Tiene 88 y se olvidó de hablar. -Pero sigue tejiendo.   -Es itaugueña.   Teresita extiende los ante brazos con las palmas hacia arriba. No sé qué intenta decirme, pero desisto del mostrar mis fotos. Pago la camisa y me voy. 

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 La imagen tradicional: un grupo de mujeres a la sombra de un mangal o una guayaba. “Tejía nuestra abuela, nuestra tía, nuestra mamá” recuerda Chiquita de Martínez. “Se juntaban debajo de un árbol y se ponían a hacer su ñandutí. Yo aprendí de ellas, a los siete años empecé. Y no es que me educaron para ser tejedora: era una cosa espontánea. Ahora no vas a encontrar eso. Solo en la orilla del pueblo, en el campo. Acá ya no existe más”.   La imagen moderna: un taller donde Chiquita, Blanca y otras tejedoras enseñan ñandutí. Hay pupitres, niñas jugando o tejiendo, mujeres grandes que vinieron de lejos, una chica joven con un bebé en brazos. El lugar: un aula con pupitres. El milagro: un aire acondicionado.   Yo soy un hombre que teje y en Paraguay –y en Argentina- hay pocos hombres que hagan lo mismo. En Itauguá, los hombres que tejen antes se escondían en el baño o debajo de los árboles. Ahora ya no son tan mal visto: cuando pregunto, cualquiera en el pueblo me nombra a tres o cuatro hombres que hacen lo mismo que yo: desde un padre de familia, pasando por un chico sordomudo, hasta un médico que se pagó los estudios a puro tejido. En la clase donde voy, no está ninguno de ellos. Soy el único hombre que teje. ¿Qué pasa cuando irrumpo en ese círculo de mujeres? Siento que rompo un campo magnético. Hay bromas, miradas cruzadas, cuchicheos en guaraní de los que entiendo poco y nada. Solo sé que cuando dicen Kurepí -piel de chancho- se refieren a mí, porque así nos dicen a los argentinos. Lo digo y hay risas, pero el círculo sigue roto. Soy un cuerpo extraño, barbudo, que entró en un sistema solar femenino. Una señora de pelo corto me hace preguntas: por qué me dedico a tejer, qué hago en  Itauguá, si estoy casado. La chica del bebé en brazos sonríe: es muy joven y coquetea en piloto automático, sin convicción. A fuerza de callar y tejer, el campo magnético me absorbe y giro en la misma órbita que el resto. No formo parte, pero me vuelvo invisible. Todas en silencio, mano que sube y baja. Cada tanto alguna hace una broma, o se levanta para preguntar como arreglar un punto mal hecho. Al costado, dos mujeres hablan de sus problemas sin sacar las manos del bastidor. Blanca está concentrada en ayudar a una niña. La alienta y acaricia su tejido: le dice las mismas cosas lindas que a mí cuando logro aprender un punto nuevo.   Me interesa diluirme en la ronda. Pienso en la danza circular de los derviches sufi, en ese sistema de engranajes que imita el movimiento básico del universo, que se suma a él: órbitas menores siguiendo el ritmo de otras mayores.   Acá es donde las mujeres se cuentan historias, donde trasmiten un saber más allá del hilo y la aguja. Es un conocimiento de cofradía,  al que quizás nunca acceda. Hay algo que intuyo, que saboreo pero no logro hacer carne. Solo me queda tejer. En la danza y el tejido encontramos nuestro eje. El centro de gravedad, nuestro sol pequeño y último es el centro del dechado.  En guaraní, a ese punto del tejido se le llama puru’á -ombligo-, o puru’á karé -ombligo torcido- o  puru’á vó -ombligo hendido-, según cual sea el resultado final.  Se me ocurren muchas cosas al respecto. Prefiero -otra vez me invade el decoro lírico y el ahorro de metáforas- guardarlas en el rincón de lo no dicho. Tejer es también habitar el silencio.



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 En Itaugúa hay dos museos del ñandutí. El primero es municipal y está en reformas: imposible visitarlo. El segundo se llama Museo Comunitario y queda en un local de venta de ropa y artesanías cerca del centro. Allí, María Inés -la dueña del emprendimiento-  montó una sala con planchas donde recoge la mayoría de los dechados conocidos, todos tejidos en hilo blanco. El lugar es moderno, hecho con ojo de arquitecto.  Hay vitrinas desplegables montadas sobre una especie de archivero. En una de ellas guarda una mantilla de hilo finísimo, que debe tener unos setenta años y se usó para la inauguración del mercado municipal. Parece tan frágil que da miedo tocarla.   En una de las vitrinas hay cinco tejidos distintos, uno al lado del otro. Cada uno representa un pariente del ñandutí.   -Este es de Pirayú, una ciudad de acá -explica María Inés-. Es más grueso, más abierto y menos tejido. Esto es de España, el famoso encaje de Tenerife  Este es el ñandutí de Brasil. Este el de Venezuela. Y este es el de Paraguay. -Me está diciendo que es mucho más lindo el paraguayo.   -Claro.   Todos tienen una raíz común. La pregunta -que nadie hasta ahora logró responder- es cuál de esos tejidos surgió primero. La mayoría se inclina hacia el encaje de Tenerife, con epicentro en las Islas Canarias.    Si el parecido de ese encaje con el ñandutí es claro, la forma en la que cruzó el océano es un misterio. Develarlo es una obsesión modesta, de poca gente. Los indios andaban desnudos, tejían con plumas.  ¿Cómo llegaron las agujas y los primeros hilos? ¿Por el Rio de la Plata con León Pancaldio en 1538? ¿Con la adelantada Doña Mencia Calderón, al mando de una expedición de mujeres?   “No fue mucho lo que pude averiguar con respecto”, dice González, el gran estudioso local. Y cita el primer registro escrito sobre el tema: una carta de 1838 escrita por el inglés J. y P. Robertson. En esas páginas habla de una anciana rica que lo hospedó en su casa de campo y le regaló “un encaje llamado Ñandutí, tejido por las mujeres del pueblo y famoso por su belleza y alto precio.”   Josefina Pla, la poeta española que vivió en Paraguay, es la otra autora que escribió sobre el tema. Nativa de Canarias, soñaba con encontrar allí el origen de la cuestión. Las mujeres canarias, escribe, melancólicas del tejido de tu tierra “se encargarían de extenderlo localmente con su ejemplo”.   Con todo, ni Pla ni nadie encontró testimonios de ese traspaso. La teoría está sostenida en el parecido de la base de ambos tejidos.   -Yo creo -dice Chiquita de Martínez- que es una aculturación. Nosotros tomamos de ellos la urdimbre y le agregamos lo autóctono: los dechados, que están inspirados en la naturaleza, la fauna, la flora, nuestros motivos religiosos.   El encaje de Tenerife se hace siempre en hilo fino, se teje en pequeños telares o sobre almohadillas. El ñandutí partió de allí pero parece haber mutado hasta convertirse en algo nuevo, distinto. Los hilos finísimos le dejaron lugar a otros más gruesos y la gama de colores pasó del blanco a una explosión psicodélica.  Para González, ese colorido es una  “concesión al mal gusto” y, según Pla, “vulgariza un poco la labor”.   Pero quizás ahí esté la clave. Las tejedoras hicieron con el ñandutí lo mismo que los pampas con el caballo, los Pilagá con el evangelismo o los esclavos negros con ese cristianismo impuesto a la fuerza: deglutirlo para convertirlo en algo propio. El ñandutí es como la cumbia y como tantas otras cosas.  En su fórmula está cifrado el secreto de la conquista y la resistencia del continente.

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 Dina cuenta que su tatarabuela fue con sus cuatro hijos a la guerra de la Triple Alianza y que de todos ellos solo sobrevivió el que luego sería su bisabuelo. El hombre, muy niño en la batalla, aprendió a tejer y mantuvo la continuidad del oficio en la familia.   En Itauguá hay una leyenda parecida. Se dice que todas de las tejedoras, una sola sobrevivió a la guerra con Argentina, Brasil y Uruguay. Y esa mujer -su nombre se pierde en la historia- regresó al pueblo para volver a expandir el tejido.   La leyenda puede ser cierta o no, pero tiene la matriz de la cultura paraguaya. Después de la gran guerra, en el país quedaron  250.000 mujeres y niños y apenas 28.000 hombres. El papel de la mujer en la guerra y posguerra refuerza la imagen de fortaleza de la mujer del Paraguay”, escribe. Clyde Soto, investigadora del Centro de Documentación y Estudios de Paraguay. “La kuña guapa (mujer trabajadora), kuña valé (mujer valerosa), es en realidad la imagen de la mujer que es capaz de salir sola adelante”.    Esa idea, según Soto, es la base del mito del matriarcado paraguayo. Para ella se trata de lo contrario. Es, dice, patriarcado puro: “considerar como la encarnación del poder legítimo al estamento guerrero de la sociedad, del que las mujeres están excluidas, al tiempo que éstas quedan solas a cargo de los hogares”.   Y si el ñandutí no tiene origen conocido, las leyendas que se tejieron a su alrededor -mitos al estilo Eduardo Galeano, pero sin su pluma- si lo tienen: todas fueron escritas a mediados de los años cincuenta y responden a esa lógica.    González se tomó el trabajo de recopilarlas: todas tienen autor conocido y tramas que difieren en los detalles. En cada una, los hombres guerrean y las mujeres esperan. Y siempre hay una araña: a veces teje una mortaja, otras  un encaje que los guerreros quieren llevar a su amada. Los hombres enloquecen cuando se les desarma en las manos. Entonces aparece o la madre, o la viuda del combatiente, que se arranca los pelos y teje con ellos, imitando a la araña y creando el ñandutí.   La historia siempre termina igual: la mujer que se desarma a ella misma para cumplir el deseo masculino.

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 Pasan los días en Paraguay y de a poco las tejedoras me dejan entrar en su red. Me explican el problema de los comerciantes y de los patrones. Me señalan -como un poco de sorna- quienes tejen bien y quienes hacen lo que pueden. Por momentos me tienta escribir la típica historia: las pobres tejedoras explotadas por los intermediados. Pero sería perder de vista el bosque, contar una historia repetida entretenido en mirar las hojas que caen de los árboles.   Con Blanca pasamos horas tejiendo en silencio y cada tanto me cuenta algo: vamos desde la banalidad del gato -esta mañana la siguió hasta la parada del colectivo y lo vio recién por la ventanilla, mientras se iba- hasta los avatares de un cáncer que se agarró hace cinco años y que, dice ella, es algo que nunca se cura: lo vive como si llevara con ella un animal salvaje que en cuanto deje de prestarle atención la atacará por la espalda.   El último día, cuando voy a pagarle, me dice que no corresponde: tengo que hacerlo con la asociación que nos contactó. Me da un poco de vergüenza saber que alguien se va a llevar una parte del poco dinero que me cobra por las clases. Se lo digo. Blanca se encoje de hombros.   -Los intermediarios- dice, y no hablamos más del tema.   Al mediodía, cuando voy a tomar el micro, paso por la tienda de Teresita. En toda la semana en la que estuve en Itauguá fui tres o cuatro veces, siempre con una excusa distinta. La encuentro encorvada sobre un bastidor, el metro colgado en el cuello. Está haciendo cien estrellas en hilo fino blanco.   -Es para un vestido de novia -dice.   Le muestro mis bastidores y me hace prometer que la próxima vez voy a tomar clases con ella.  Le digo que no sé cuando voy a volver.   -No hay problema -dice- Tengo setenta y pico, así que voy a trabajar unos diez años más. Ojalá que ustedes los kurepas aprendan a tejer, porque esto no tiene raíz.   ¿Qué me quiere decir con eso? ¿Me está dando una clave secreta, media hora antes de tomarme un micro hasta la frontera? Quizás mi problema es ese: buscar la raíz en todo, aferrarme al borde, anudar de más, tratar de que todo quede firme. No confiar en esa trama que se sostiene a sí misma y que no necesita ni tantas preguntas ni respuestas.   -¿Qué quiere decir con eso?- pregunto.   -¡Qué no tiene raíz! -dice Teresita-. Dicen que viene de los indígenas, pero no se sabe.   Al rato, mientras espero el micro, recuerdo de cuando Dina me enseñó uno de sus puntos favoritos.   -Esta es una liana -dijo-  la liana del ñandutí. Por acá te vas a tirar vos cuando aprendas a tejer.   La liana, claro, es un punto que inventó ella.



fonte: http://www.revistaanfibia.com/cronica/el-hombre-que-teje/
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